jueves, 3 de enero de 2013

Santa María de Sando



Este relato lo escribí hace bastante tiempo para que mi hija lo llevase al cole, nos pidieron a los papas realizar un relato para después leer en clase con los niños, por lo que está escrito con ese matiz infantil. 

Normalmente mis relatos no son infantiles, pero he querido empezar con esta historia porque fue uno de los primeros relatos que mostré en público.


SANTA MARIA DE SANDO



Érase una vez un pueblo llamado Santa María de Sando, un pueblo que pertenece a la provincia de Salamanca. Es un pueblo de casas de piedra, con graneros y estufas de leña. El aire huele a una mezcla de leña, hierba y adobe, típico de un pueblo perdido en el que regresas a los tiempos de antaño.

Hace muchos, muchos años, antes de que vosotros y vuestros papas hubieseis nacido, en Santa María vivía una niña de cinco años, era pequeñita para su edad, ya que en esa época escaseaban los alimentos. Tenía el pelo negro como el carbón y unos ojos grandes como el azabache, se llamaba María.

Aunque María no tenía muchos juguetes, ya que sus papas no tenían dinero para comprarlos, era una niña muy feliz. Le gustaba mucho el pueblo donde vivía, y es que en Santa María no te podías aburrir. Había cerdos blancos y negros, grandes y pequeños, había gallinas y gallos, vacas y ovejas, caballos y burros. María jugaba con todos ellos, con los cerditos jugaba al corre corre que te pillo, y le costaba mucho cogerlos ya que eran muy escurridizos. Los cerdos grandes no le gustaban tanto, porque se pasaban el día comiendo y durmiendo en el lodo. Con las gallinas no jugaba, pero le encantaba ir todas las mañanas para ver si habían puesto huevos. A veces si estaban recién puestos los huevos estaban calentitos, y que ricos estaban cuando su mamá los hacía fritos para desayunar.

Su papa cuidaba las vacas de un señor al que llamaban Gordinflón, por la tremenda barriga que tenía y que le colgaba como una mesa camilla. El señor Gordinflón tenía mucho dinero, era un poco gruñón, pero el papá de María siempre decía que era un buen patrón.
El señor Gordinflón también tenía ovejas, caballos y burros y también era el padre de María quien los cuidaba.
Muchas veces María iba a ayudar a su padre a la finca del señor Gordinflón. Le ayudaba a dar de comer y beber a las ovejas mientras su papá ordeñaba las vacas.
María también ordeñaba las vacas, y sin que su papá se diese cuenta daba un trago a la leche recién ordeñada que era cuando más rica estaba. Después iban al cercado donde estaban trotando los caballos, los cepillaban y María imaginaba que eran los caballos de un príncipe con el que algún día se casaría.

El señor Gordinflón y su esposa, tenían un hijo llamado Arturo, era un niño de casi siete años. Al contrario que María, Arturo tenía muchos, muchos juguetes. Tenía coches, trenes, soldaditos, pelotas..., pero Arturo se aburría porque no tenía con quien jugar.

Arturo no iba al colegio, pero estudiaba en su casa con un profesor. Sabía leer, escribir y otras muchas cosas, pero no tenía a quien contárselo.
María tampoco iba al colegio porque tenía que ayudar a sus papas en las tareas diarias. Aunque no os lo creáis, antes hace mucho tiempo, había niños que no podía ir al colegio y eso era muy triste, porque los niños que no iban al colegio no sabían leer ni escribir.
Como los papas de María no tenían dinero no podían pagar a un profesor para su hija como hacía el señor Gordinflón con Arturo.

Un día en el que María fue a ayudar a su papá a la finca, en una ventana de la casa vio a un niño que la observaba. María no lo sabía pero ese niño como os podéis imaginar era Arturo.
Arturo la observaba porque sentía envidia de ella, ya que la veía correr por el campo y jugar con todos aquellos animales, envidiaba como se divertía, como reía, cuando a él no le dejaban correr por el campo ni jugar con los animales.
Sin embargo María sentía envidia de ese niño que veía en la ventana, pensaba en la suerte que tenía por vivir en una casa tan grande y bonita. Se imaginaba todos los juguetes que tendría en su habitación, cuando ella solo tenía una muñeca vieja y rota llamada Telvina, y su habitación, si se podía llamar así, era un rinconcito de su casa. 

Un día de primavera los papas de Arturo se fueron a la ciudad, y dejaron a su hijo con la cuidadora. Arturo estaba muy contento ya que cuando sus papas se iban solía escaparse para correr por el campo. Además ese día todo estaba precioso, como era primavera el campo estaba de un intenso color verde y el aire era fresco con un aroma a flores silvestres.
Ese mismo día María había ido a ayudar a su papá, pero como estaba cansada, su padre le dijo que se fuera a descansar.
En la finca había una inmensa encina. En Santa María y toda esa zona abunda este tipo de árbol. La encina tenía muchísimos años y el tronco era tan grande que María no podía ni abrazarlo. Este era su sitio preferido, siempre que podía iba allí para descansar. Cuando estaba tumbada junto al árbol imaginaba que era una princesa que esperaba a que llegase su príncipe para montarla en su caballo y llevarla a su palacio.
Ese día de primavera cuando su padre le dijo que fuese a descansar, ella fue corriendo a los pies de la encina, se tumbó boca arriba y cerró los ojos.
Arturo, que se había escapado de su casa, vio desde lejos algo al lado del árbol y se acercó a investigar. Según iba acercándose iba dándose cuenta de lo que era. Era esa niña que veía muchas veces desde su ventana. Se acercó sigilosamente, muy despacito y se puso a dos metros de ella y entonces dijo:
-Hola.
María que estaba fantaseando con su príncipe pegó un respingo y se puso en pie.
- Que susto me has dado- dijo María.
- Lo siento no era mi intención- contestó Arturo.

A partir de aquel día María y Arturo quedaban en la encina siempre que podían. Arturo leía libros a María y María le enseñaba todo lo que sabía del campo y los animales. Se hicieron muy buenos amigos, incluso María aprendió a leer y escribir gracias a Arturo.

Pasaban los años, María y Arturo crecían y cada vez sentían que la necesidad de estar juntos era mayor, y ya no era suficiente con sus encuentros en la encina. 
Decidieron que hablarían con sus padres y les contarían la amistad que habían hecho.
Arturo dijo que él sería el primero en hablar con su padre para que permitiese la entrada de María en su casa, quería enseñarle todas sus cosas, sus libros, su habitación y compartirlos con ella.

Era verano y hacía mucho calor y Arturo ya tenía 15 años, no se atrevía a contar a su padre la amistad que tenía con María, ya que solo era la hija de uno de sus trabajadores. Pero a Arturo le daba igual, María era su amiga y eso era lo que más le importaba. Con ella se divertía, hablaba, reía. Así que le echó valor y fue a hablar con su padre.
Para sorpresa de Arturo, el señor Gordinflón, su padre, le dijo:
- Ya era hora de que me lo contaras, ¿crees que no te he visto mil veces con esa niña en la encina?
- Pero papá, ¿Por qué no me has dicho nada? - tartamudeó Arturo.

Lo que no sabían María y Arturo es que sus padres conocían sus encuentros a escondidas y habían hablado de ello. Ni el señor Gordinflón, ni el papá de María tenían ningún problemas en que sus hijos fuesen amigos.

A partir de aquel día María y Arturo se hicieron inseparables. María pudo disfrutar de los privilegios de Arturo, y Arturo pudo aprender de la sencillez de María.

Esta historia ocurrió hace muchos años, como ya he dicho, en un pueblo llamado Santa María de Sando. En este pueblo yo y mi familia pasamos muchos días de vacaciones, disfrutando de su tranquilidad, naturaleza y pureza, que en estos tiempos solo se pueden encontrar en estos lugares perdidos donde antaño vivieron nuestros abuelos, bisabuelos, tatarabuelos......


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